Las plumas caían

Era como un sueño. Estaba en una vieja biblioteca antigua, de techos altos, cuyos últimos estantes parecían inalcanzables salvo para los acrobáticos bibliotecarios que danzaban por las delgadas escaleras deslizantes a cada lado de las estanterías. Estas estaban llenas de libros de lomo ancho, mayor parte de los cuales habían sido escritos a mano, en aquellos tiempos en donde la imprenta aún no había eliminado el oficio de copiador. Quería conocerlos a todos, cada uno me llevaba a una aventura nueva, a un aprendizaje único, a mundos inimaginables, historias impensables, curas del alma pasadas de tiempo en tiempo. Presagios... A pluma y tinta, desgastada por el tiempo, con partes poco claras en lenguas en desuso. Pasión, lujuria, alegría, tristeza, dolor, e infinitas sensaciones, palpables para nuestro interior. Por los ventanales de colores cercanos a la cúpula cristalina entraban rayos de luz que eran la única forma de alumbrar el espacio. Las velas se habían prohibido el año en que un monje copista perdió la vida en el incendio junto con decenas de saberes que se transformaron en polvo. Más de un siglo había pasado desde ese momento, pero las reglas eran claras. La única luz permitida allí era la natural. Los libros eran presos de las paredes, de los estantes. Tampoco estaba permitido tomar fotografías. Los carteles de "no tocar" y la advertencia de cámaras de seguridad eran avisados a cada paso por una voz en off que interrumpía cualquier pensamiento poético que empezaba a dibujarse tras leer algún lomo dorado. "Esto tiene que terminar" pensé. Otros carteles aparecieron en mi mente. Igual que los presos políticos de mi juventud, esos libros estaban apresados por su contenido. Imaginé otros seres apresados: los esclavos, mujeres vendidas y compradas, niños robados, yo. Sentí fundirme con los lomos de cuero y tela. Bajo la mirada de los bibliotecarios, sus carceleros, los libros no tenían escapatoria. Lo único que conocían era ese estante. Esa mesa. Nadie podía acariciarlos ni mirarlos. Nadie podía husmear su interior para conocerlos. Mientras caminaba ese suelo de ladrillo gastado por el tiempo, tomé la decisión: iba a liberarlos. Y el día era hoy. Retrocedí lo andado, espié sigilosamente al bibliotecario de turno, que ronroneaba sobre un Nuevo testamento. Ya tenía detectado el punto ciego entre cámaras. Hacía meses que planeaba el golpe, pero estaba esperando una señal. El simple vuelo de una mosca. Su sombra apareció proyectada entre un haz de luz que venía de la sala de lectura hacia adentro, en el vaivén de la puerta que se cerró tras el paso de una joven que se disponía a leer Crimen y Castigo. Meticulosamente atraje la única silla que estaba a disposición y la aferré hacia mí, como un escalador se aferra a la última piedra antes de caer. Tomé un libro cuyo lomo me atrajo desde la primera vez que visité la biblioteca, tenía inscripciones en sánscrito. Arranqué de un pellizco seco una página y la llevé a mi boca. Sabía a polvo y a antigüedad. La siguiente hoja me llevó hacia un recuerdo abstracto, sentía como si todas las aventuras posibles fueran sólo una. La verdadera. Y así , de a poco, me fuí devorando el libro.