La tierra del sol

Nadie conoce la aridez hasta que uno pisa tierras sudanesas. Sudan el país más grande de África, rodeado por nueve países limítrofes. Partido al medio por el rio más largo del continente: El Nilo. Ese que conocemos solo por historias que nos contaron en alguna clase de geografía o en algún sermón de domingo. Ese río fértil que dio origen a la antigua civilización egipcia y donde seguramente se bañaba Cleopatra (la que todos conocemos ya que hubo 7). Ese río era un oasis en medio del desierto de Khartoum, su capital. Recuerdo que a penas pise el aeropuerto mis labios pedían a grito un vaso de agua, una pastilla de menta… ni una gota de saliva tenía de donde escarbar. La cultura de Sudán es un crisol de comportamientos, prácticas y creencias de + de 500 tribus, que se comunican en vaya uno a saber cuantos idiomas diferentes, en una región que es un microcosmos en África, con extremos geográficos que van desde desiertos a bosques tropicales.

El departamento que habíamos alquilado con mi compañero de trabajo tenía unas ventanas tan grandes que el sol entraba como rayo de fuego y nos quemaba la piel, nos dejaba ciegos. Error de rookie. Esto nos llevo a trabajar de noche como murciélagos. Y cuando la noche caía lo único que nos mantenía despiertos o entusiasmados era el whisky que conseguíamos en el mercado negro. Un Johnnie Walker etiqueta roja. Lo llamábamos Johnnie Wanker (traducción Johnnie pajero). Era meo de camello mezclado con alcohol etílico. El calor nos convertía en zombis durante el día, deambulábamos sin rumbo, en una tierra que no conocíamos, rodeados por seres corpóreas sin rostro tapados por velos… aprendimos a comunicarnos con la mirada y a movernos por los aromas que destilaban sus mercados. Olores nuevos de todos colores… que te transportan a cualquier sueño que tengas de las mil y unas noches.

Yo formaba parte de esa idea que tenemos de que África es pobre y que tiene que ser ayudada o salvada, una idea tan genérica que hasta los propios sudaneses la dan como genuina. Sin embargo, cuando los escuchas hablar sobre ellos mismos, cuando realmente prestas atención, te das cuenta la inmensa riqueza que tienen. Te das cuenta que a pesar de vivir en un país con pobreza, corrupción, guerras y genocidios mantienen un espíritu fuerte, basada en la vida comunitaria, generosidad, y compasión. Recuerdo que era Ramadan el mes en el que los musulmanes, por su fe y por sus creencias, practican el ayuno diario desde el alba hasta que se pone el sol. Es un mes donde el mundo se detiene, donde uno baja de 5ta a 1era. Ni una mosca se mueve por el aire. Nadim era una chica de 18 años que habíamos contratado para que nos ayudara con la limpieza de la casa… cocinaba como una bestia. Era muy humilde y la había conocido en el souk de la ciudad. Hablaba muy poco en inglés pero llegamos a intercambiar un par de palabras y de una día para otra ya estaba trabajando en nuestra casa. En el mes de Ramadan nos invito a la casa de su familia, a la afueras de la ciudad. El pueblo donde vivía no tenía electricidad… funcionaba a motor. Su casa estaba hecha de barro y paja. Desde afuera uno veía una vida precaria, infeliz y de mucha pobreza… pero una vez que entramos a esa choza… era como entrar en un portal de carnaval africano… música, olores, sonrisas… ‘fadal fadal’ me decía su madre y con una mueca en la boca me dijo: 'en nuestra cultura el huésped siempre tiene derecho y la razón'. Bailamos, me hablaban y yo asentía con la cabeza dando la impresión de que entendía lo que sus familiares me decÍan. Eso no importaba, en ese momento pensaba: Mira donde estas victoria, saboreando dátiles mientras bailas al son de una música que tus oidos nunca escucharon, con gente extraña que por una noche se volvieron familia.