Del Rey

En esa época, con mis amigas empezamos a frecuentar un bar. Se llama Del Rey y quedaba bajo el puente del tren, una zona bastante abandonada: todavía no la habían transformado en un paseo elegante lleno de propuestas gastronómicas gourmet. Conocíamos a los dueños, dos hermanos que habían crecido en caballito, y a algunos de sus amigos que pasaban mucho rato ahí. A veces nos regalaban algo para tomar y nos cuidaban si aparecía algún pesado. El bar tenía un pool, algo que con mis amigas casi no habíamos registrado: estaba lejos de la barra y la puerta, en un cuarto más oscuro y lúgubre, siempre lleno de humo, y poco ocupado. Nosotras tomábamos tragos y nos poníamos al día de los acontecimientos d ela semana: cosas de la facultad, chicos que nos gustaban y así. Una noche de lluvia, el bar estaba extrañamente vacío. Quedábamos Meli y yo. La zona se inundaba y no era fácil llegar. Y tampoco salir. Tomamos una ronda de tragos, después otra. Ya habíamos repasado la actualización de la semana y nos estábamos empezando a inquietar, atrapadas en el bar hasta que bajara el agua, o al menos dejara de caer tanta agua. Estábamos emboladas, hasta que Meli, volvió del baño y me dijo que el pool estaba vacío, y me propuso jugar. Mi hermano me había enseñado a jugar de chica y ella también sabía algo, pero ninguna de las dos jugaba hacía años. Empezamos un poco inseguras, pero a medida que pasaba el rato mejorábamos. Y nos copamos Jugamos diez partidos seguidos y las horas pasaron sin que nos diéramos cuenta. En el medio, Javier, uno de los dueños del bar, se acercó, nos vio jugar y nos enseñó cosas, trucos y técnica. La lluvia paró al amanecer y pudimos volver a nuestras casas. Me acuerdo que estaba acostada en la cama con los ojos cerrados y todavía veía bolas rodando, lisas, rayadas. Jugadas, tiza. Me costó dormir. A partir de ahí nos volvimos fanáticas. Ahora llegábamos más temprano al bar para poder jugar, y entusiasmamos a nuestras otras amigas que también se prendían. Nuestro lugar en el bar cambió, ahora estábamos siempre atrás. Una noche, jugábamos de a cuatro: Meli con Ana, una de nuestras amigas que era bastante queso, y yo con Maru, no tan mala pero muy distraída: en vez de jugar quería ver lo que pasaba en el bar, quién entraba, quién salía. El partido era bastante mediocre y errático. Ese partido fue largo y poco emocionante, tanto que ni me puedo acordar cuál de las duplas ganó. Cuando terminó ese partido, se nos acercaron dos chicos. Probablemente fuera la primera vez que iban, porque no los conocíamos, ni nos sonaban de vista. Me acuerdo que pensé qué loco cómo se parecen los amigos entre sí, y me pregunté si con las chicas nos pasaría lo mismo. Los dos tenían el pelo muy corto y estaban vestidos muy prolijos y un poco formales. Uno tenía una camisa blanca, el otro, una azul.Era claro que nos querían levantar. Nos empezaron a contar que llegaron ahí por un amigo del trabajo, que venían de su casa y un amigo de su amigo que ellos no conocían los había llevado a conocer el bar. Nos ofrecieron un trago pero todavía tomábamos uno, hasta que nos propusieron jugar un partido de pool.

  • Bueno, pero chicas contra chicos, dije yo. Ellos aceptaron y uno de los dos, el de camisa blanca, empezó a ordenar las bolas en el triángulo.
  • Apostemos algo, dijo el de camisa azul. Meli y yo nos miramos, y nos pusimos de acuerdo sin decir una palabra.
  • ¿Qué quieren apostar?, dijo ella. El de camisa azul propuso que si ellos ganaban, nosotras les dábamos nuestros teléfonos y salíamos los cuatro otro día. Meli le contestó que era un embole su apuesta, que si querían salíamos después de ese partido, esa misma noche. Se acercó al de camisa blanca y le sonrió sugestiva. El de camisa azul se acercó a mí.
  • Entonces si ganamos nos dan un beso, dijo mientras me miraba. -Boludeces no, dijo Meli. Apostemos plata. Ellos se negaron, no les parecía apropiado. Meli insistió y de alguna forma aceptaron porque pensaron que era parte del juego de seducción. Primero propusieron una suma simbólica pero Meli, siempre provocadora, logró ir subiendo el valor tratándolos de cagones y poco hombres. Logró que accedan a apostar toda la plata que cada uno tenía en su billetera. Una vez que accedieron, siempre apurados y pinchados por la amenza de ser menos viriles ante nuestros ojos, también logró que la cuenten, la saquen y la dejen ahí, a la vista debajo de un cenicero. Nosotras hicimos lo mismo, pero teníamos mucho menos. Rompió Meli. Entraron dos rayadas de una: la 9 y la 11, y después metió cuatro más seguidas. Con cada bola que entraba, ellos se miraban sin entender. En cinco minutos habíamos ganado y uno de ellos no había llegado a jugar. Los invitamos un trago con lo que había sido su plata. A partir de ahí, repetimos la estrategia cada noche. Esperábamos que nos vieran jugar más o menos, que nos quisieran levantar con la excusa de jugar al pool, que fantasearan con enseñarnos, mostrarnos cómo y dónde pegarle, y en pocos minutos los dejábamos atónitos y sin plata. Esos meses nos dimos muchos gustos. Invitábamos rondas de tragos a todo el bar. Nos compramos ropa. Éramos chicas y teníamos trabajos mediocres con sueldos escasos. Se convirtió en un vicio. Era una emoción con múltiples aristas y nosotras nos podíamos pasar. Hasta que un día….