Todo cambió

Todo cambió el día que conocí a Gabriel

Gabriel fue la primera persona que vi cuando entré al aula. Era mi primer día de clases y no sabía con qué me iba a encontrar. Después de años del mismo colegio privado me tocaba asistir por primera vez a una institución pública. Me sentía entusiasmado pero también inquieto. Presentía que había un mundo fuera de mi burbuja pero tampoco imaginaba cuál era y un poco tenía miedo de descubrirlo. Hoy creo que lo que me asustaba era no querer volver. Una vez que se rompen, las burbujas se rompen para siempre. Esa tarde llovía. Tardé como veinte minutos en encontrar el aula en el edificio gris y mal señalizado pero ante todo desconocido. Cuando entré, el profesor estaba explicando el sistema de evaluaciones y yo me ubiqué en el primer lugar libre que vi. Dejé mis cosas, saqué el cuaderno, respiré hondo y miré al lado. Gabriel me sonreía. Lo primero que noté en él fue el aro que tenía en la nariz y los mechones de colores en el pelo. Me acuerdo que sentí que era una persona libre y sin vergüenza y algo de eso me hizo sentir bien, y contento de estar ahí. No te perdiste nada, me dijo. Soy Gabriel, ¿vos? Desde ese momento nos volvimos inseparables, en nuestros primeros pasos en la carrera y también en el tiempo libre. Empezamos a juntarnos siempre para estudiar, y a salir con sus amigos. Su dormitorio pasó a ser mi lugar favorito en el mundo. Tenía fotos en todas las paredes: cantantes, paisajes, imágenes de videos o películas y también objetos. Cada vez que veía algo que le gustaba lo pegaba: me encantaba descubrir nuevas cosas cada vez: muñequitos, anillos de cotillón, gorras, hasta un poema escrito en fideítos de letras. Pasábamos horas escuchando música y haciendo las maquetas para la facu. Como yo vivía lejos, en el barrio privado, muchas veces me quedaba e dormir en lo de Gabriel y otros compañeros. En mi casa veían que me ocupaba de los trabajos prácticos, que me juntaba con mis compañeros y no hacían más preguntas. Mi papá seguía con sus negocios, y encerrándose en su estudio. Mi mamá con sus tratamientos y sus amigas. Y yo cada vez descubría más de ese mundo enorme que hasta ahora a duras penas intuía. Gabriel me empezó a llevar a bailar a lugares donde todos eran libres y desprejuicioados y empecé a sentirme yo también libre y desprejuiciado. Me daba cuenta de que a Gabriel no le importaba qué pensaban los demás de él, solo sabía hacer lo que gustaba y lo hacía sentir bien. Una noche en el boliche que íbamos siempre terminó pasando lo que tarde o temprano iba a pasar. Pero le tocó a Gabriel ser el que abrió esa puerta y se lo voy a agradecer siempre aunque todo haya terminado así. Yo sentí en la piel cómo se rompió para siempre esa burbuja. Como alguien que vuelve de la muerte, lo vi todo claro en un segundo. Por primera vez, por única vez en mi vida entendí lo que siempre había negado, cómo había vivido en una mentira. Por ignorancia, por miedo, por vergüenza. Un día llegué a mi casa y me encontré a mi papá en el sillón de la entrada, serio. Me estaba esperando. Lo saludé y me fui a mi habitación. Me siguió, cerró la puerta y nos quedamos mirándonos uno al otro. De golpe, sin anticipo me pegó un cachetazo, y me dijo: Jazmín te vio. Me puse pálido y sólo pude decir: Papá… pero antes de agregar nada, él vovlió a hablar. Preferiría que estuvieras muerto, dijo. Yo también prefería estar muerto en ese momento. Después de llorar horas, me miré al espejo y armé un bolso. Camino a la puerta me crucé a mi hermana, que lloraba en silencio. Hija de puta, le dije. Me fui mientras mi papá gritaba desenfrenado, mi mamá trataba de calmarlo y de impedir que me lastimara con todas las cosas que me tiraba mientras gritaba. Cerré la puerta y me fui sin mirar atrás.