Trópico en las sierras

Había llegado el verano a Buenos Aires, y nos agarraba con poca plata y proyección de viaje, ya no me acuerdo por qué, o en qué estaba cada una. Con Clara decidimos irnos a algún lugar de Córdoba con agua cerca para acampar unos días. . Ninguna de las dos curtía mucho ese mundo, es decir, teníamos muy poco camping y proyección de tenerlo, pero decidimos pedirle una carpa para seis prestada a nuestro amigo Ariel y llevar un colchón inflable de dos plazas y media que nos dio la prima de clara, y sacamos un pasaje a Calamuchita. No me acuerdo por qué motivo lo elegimos, pero me acuerdo que a mí me divertía mucho ese nombre y me hacía un poco de fantasía ver esos Balnearios de piedra que recordaba con la textura de las fotos viejas, papeles fotográficos que ya no existen, cuya apariencia tratan de imitar los filtros de Instagram. Esa fantasía contrastró con la realidad del balneario familiar y nos alcanzó con una hora entre canastas familiares y un arroyo débil y flacucho para entender que Santa rosa de Calamuchita no era el lugar que buscábamos. Teníamos a dos de nuestras amigas recorriendo toda la región de Cuyo -de hecho, de ellas habíamos sacado la idea de ir a Córdoba- que iban camino a La Cumbrecita. Decidimos aprovechar y vernos con ellas ahí. Movernos no era tan ágil como queríamos. Las “comodidades” que cargábamos eran pesadísimas y además no las sabíamos armar y desarmar. Lore y Maru eran todo lo contrarios a nosotras. Fanáticas del camping desde siempre, Lore era profe de educación física, Maru había recorrido todo latinoamerica a dedo, en cambio Clara y yo habíamos dedicado los últimos veranos a diferentes pueblitos o islas de Brasil donde pasábamos largas temporadas leyendo al sol, nadando en el mar y bailando lambada con nativos locales. Cuando nos encontramos en el único camping del lugar, nos miraban con clara superioridad, nos ayudaron a armar la carpa y a inflar el colchón y después armaron las de ellas, y desplegaron la marmita y todos sus elementos específicos de camping para hacer unos fideos con manteca a pesar de que Clara y yo insisitíamos con bajar al pueblo a comer en algún lugar. Comimos los fideos con manteca, quedo rallado de bolsita y galletitas, ya amedia que oscurecía el cielo se cubría de nubes negras, y el viento se hacía cada vez más intenso. Decidimos dar una vuelta para tomar algo en algún bar y ver si conocíamos gente. Al pasear por el centro descubrimos que el público principal del pueblo eran personas mayores, y el único lugar abierto era una confitería. Tomaron café con torta y cuando estaban pagando para irse cayeron las primeras gotas gruesas, que en segundos se transformaron en baldazos y ráfagas de agua que se movían con el viento. La lluvia era intensa y no paraba. Dieron vueltas por el pueblo y lo único abierto era un kiosco. Compraron una botella de ginebra La Llave y apenas pudieron se fueron para el camping. Cuando llegaron se encontraron con que la carpa de Lore y Maru estaba totalmente inundada, por lo que terminaron durmiendo las cuatro en la carpa para seis de Ariel, la nuestra, que se mantuvo firme en la tormenta. Al otro día Clara y yo nos fuimos a la entrada de pueblo para tomar un bus, pero nos enteramos que el único que bajaba la sierra salía a la mañana pero podíamos bajar a dedo. Nos costó poco conseguirlo: nos bajó un camión que había subido a dejar cerveza. Todavía llovía cuando salimos. Me acuerdo poco, nosotras con short y malla, apretadas en el asiento del acompañante con esa actitud que las mujeres conocemos bien, una mezcla entre inquietud y actuar natural como si no estuviéramos rogando que este amable ser no decida violarnos y/o matarnos. Por suerte, no decidió hacerlo o decidió no hacerlo que no es lo mismo pero es igual. Con Clara teníamos que decidir para dónde ir. Tampoco me acuerdo cómo fue que decidimos ir a San marcos Sierras, pero hasta ahí fuimos en un micro largo, no era tan cerca de donde estábamos. Cuando bajamos del micro en la plaza respiramos aliviadas: había algo en su aspecto, en el aire de los locales que la bordeaban, en los hippies que pasaban camino a la feria, que empezaba a armarse a esa hora, algo que nos decía, nos insinuaba que aunque tuviera otros olores, otros paisajes aunque tuviera río y no mar había en ese pueblo algo, algo invisible pero a la vez perceptible que nos hacía acordar a los pueblitos tropicales que elegían en el país vecino. Como el sol comenzaba a bajar, averiguamos nuetsras opciones de campings y fuimos al más cercano, queríamos buenos baños y cercanía a los servicios del centro: restaurants, negocios, feria hippie. Apenas llegamos unos chicos nos ayudaron a armar la carpa e inflar el colchón -era nuestro único plan- y nos convidaron té y galletitas. De noche recorrimos la plaza y los alrededores, cenamos comida casera en un almacén con mesas en las veredas y volvimos al camping donde fumamos un porro y dormimos diez horas seguidas. Al día siguiente tomamos un licuado en un puestito que encontramos camino al río. Para llegar a él nos desviarnos desde la ruta principal y avanzamos sobre las piedras hasya que llegamos a una playita con arena y una pileta natural que se formaba enter las rocas. Se convirtió en nuestra playita, Volvimos cada día. Pasábamos las horas echadas al sol, desnudas, nos insolábamos sobre el calor acumulado de las piedras calientes que eran como reposerasm elegíamos las formas que más nos gustaban, la piel ardida, el viento que la erizaba, el agua fresca. Rara vez aparecía algún ser humano y nuestra actitud de dueñas de esa playa era clara: todos saludaban y seguían su caminó. Nos llevábamos frutas, porro, y a veces comprábamos cosas por el camino. Leíamos todo el día al mismo autor pero diferentes libros, nos leíamos fragmentos en voz alta, discutíamos hipótesis.