Era un sábado de verano, hacía mucho calor. Mis padres habían llevado a mi hermana a un cumpleaños, y era la primera vez que me quedaba solo en casa. Me habían dicho que volvían antes de cenar y traían pizza. Ese verano era la primera vez que hacía muchas cosas. Yo tenía once recién cumplidos pero como siempre fui de los más chicos del grado todos mis amigos tenían doce, y se notaba.
En esa época todavía vivíamos en la primera casa que conocí, en pleno barrio de Caballito. Era una casa vieja, que poco a poco fue cayéndose en pedazos hasta que mi padre, ya cansado, no quiso seguir dedicándole tanto trabajo todos los fines de semana y se la vendió a una gente que quería construir un edificio.
Yo me había hecho un nesquik con extra cucharadas y estaba mirando el zorro, me acuerdo de que era el capítulo donde Tornado, su caballo, se lastimaba una pata y parecía que lo iba a tener que sacrificar. Yo no entendía cómo podían pensar en matarlo por una pierna rota. Y pensé que yo a los trece había tenido la pierna rota. Algo se me soltó adentro y lloré, lloré un montón; debo haber liberado lágrimas reprimidas y atoradas por muchas otras cosas: ese gol que no metí, la pelea en el recreo la semana anterior, la vez que me quedé con el vuelto del almacén y mi papá me pegó un cachetazo.
Estaba entregado al llanto, casi disfrutándolo, cuando sonó el timbre. Fui a la puerta, vi que había alguien en la reja, que quedaba como a cinco metros de la puerta de calle. Como era una casa, no teníamos portero eléctrico así que abrí un vidrio que estaba al costado de la puerta y me quedé mirando. Era una señora. me quedé mirándola, sin hablar. Elle me saludó. Le respondí el saludo
Me preguntó si yo era Federico.
Yo era -soy todavía- Federico. Así que le dije que sí. Pero me quedé callado tratando de acordarme de dónde la conocía, pero me costaba concentrarme porque a la vez todo esto me estaba haciendo sentir más chico, o tonto, y no sabía qué tenía que hacer o decir.
¿Vos quién sos?, dije después de que no se me ocurriera nada más.
Ella sonrió y sacudió la cabeza de un lado a otro, como si esperara esa respuesta.
María, contestó ella. Soy amiga de tu mamá.
Mi mamá no está, dije rápidamente. Quería volver a ver El Zorro aunque ya sabía cómo seguía ese capítulo.
Ya sé, me dijo. Por eso vine ahora. Quería hablar con vos, Federico.
Ella seguía llamándome por mi nombre y yo sin tener la menor idea de quién era. Empecé a sospechar de esas cosas que a veces salían en los noticieros o que comentaba mi mamá con sus amigas, formas ingeniosas de alguna gente para entrar robar: buscar el nombre de la familia en la guía o en las cartas que llegaban al buzón, y aunque yo una vez había recibido una carta de mi amigo Claudio que se había ido a vivir a México, eso ya había pasado hacía unos años.
¿Querés que le deje dicho algo a mi mamá?
Federico, sé que va a sonar raro pero necesito pasar al baño, tomar un vaso con agua, y que charlemos.
Yo no entendía nada, y lo que sentía no sabía identificarlo: no era miedo pero tampoco estaba tranquilo. Quería cerrar la ventanita de vidrio y seguir tomando mi nesquik, pero también tenía curiosidad, quería entender qué estaba pasando y por qué tenía que ver conmigo.
Miré a la señora de nueva. Era grandota, con las caderas muy anchas. Calculé que tendría la edad de mi abuela, más que nada por las arrugas, aunque mi abuela siempre estaba vestida muy linda, prolija y olía bien, y aunque no podía olerla porque estaba lejos, esa señora tenía canas y un vestido gastado por el uso
Entiendo, dijo, frente a mi silencio. Imaginate, entiendo perfecto cómo te sentís. Me pongo un segundo en tu lugar y pienso: estoy en mi casa solo, tranquilo. Aparece una señora de la nada, en tu puerta, y te dice que quiere pasar a tu casa y hablar con vos. Es inusual. Raro. ¿Sospechoso? No sé qué estarás pensando exactamente pero sé que no es normal para vos, lo pensé mucho antes de venir, Federico, pero confié en que más allá de estas cosas que te digo, de alguna manera ibas a entender de que conmigo estás a salvo y me ibas a escuchar. Te prometo que en menos de media hora me voy, mucho antes de que vuelvan tus padres con la pizza.
Todo me parecía cada vez más insólito y a la vez real: la volví a mirar. Puso los brazos en su cintura, parecía cansada.
Hagamos algo, si te parece bien, Federico: me voy a sentar un ratito acá en el escalón para descansar un poco que me duelen las piernas. Y vos lo pensás. Y si querés alcanzarme el vaso de agua hasta acá, sería un gran acto de humanidad de tu parte.
Volví a quedarme en silencio.
Pensé en llamar a la casa de la compañera de mi hermana que cumplía años pero sabía que mis padres la dejaban y se iban a ir a alguna confitería de ahí cerca a tomar un café. A mis padres les gustaba mucho tomar café en confiterías, mientras fumaban y leían los diarios.
Dije: ahora vengo y subí unos escalones para meterme en el rellano y estar a salvo al menos de su mirada. Me apoyé contra la pared y respiré hondo. Otra vez me sentí de esa forma horrible en la que no podía decidir si tenía que actuar como grande o como chico.
Me asomé para mirarla sin que ella me viera. Estaba sentada en el escalón de la reja, el sol le daba de lleno en la corornilla, desde acá veía las gotas de sudor que caían.
Decidí evaluar mis opciones, o más bien el verdadero peligro: si esa señora quisiera atacarme, yo claramente podía neutralizarla, además podía preparar y tener a mano cualquier elemento que me diera tranquilidad, como un cuchlillo o el bastón de mi abuelo que estaba colgado en el living, y cuando lo abrías era una espada.
Me imaginé apuntando con la espada a esa señora de cachetes redondos, que bien podía hacer de mujer de papá Noel en una publicidad navideña, y sentí que exageraba y que nada malo podía pasarme.
Bajé hasta la puerta, giré la llave y abrí.
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