A Víctor una copita más de aguardiente no le pareció que estuviera de más. Es más, se la merecía más que nunca. Haberse puesto sus calcetines de la suerte definitivamente le trajeron suerte y haber ganado el torneo tal como se lo había vaticinado la vieja Carmela leyéndole el tabaco, el café, el chocolate, las líneas de las palmas de las manos y hasta la interpretación de su orina, casi que lo hacían sentir como si no hubiese valido el esfuerzo de haber jugado el torneo.
La singular y ostentosa fiesta de la que era anfitrión era la consumación de todos sus actos previos. Correr con las maletas le trajeron viajes, y los calzones amarillos le aseguraron el dinero suficiente para no preocuparse en un buen tiempo. Nunca tuvo una predilección por el amor por lo que nunca fue algo que le interesara completamente y por eso siempre que salía con una chica nueva, ponía especial cuidado en evitar que ella se enamorara. No pasaba de encuentros casuales y si, por algún motivo, las citas llegaban a tener una segunda oportunidad, solía comportarse como un patán o prestaba especial atención en los comportamientos de las chicas, no vaya a ser que alguna le diera por hacerle un amarre con alguna foto suya, con un condón usado o con un mechón de su cabello para casarse con él. Había tantos y de tantas formas que en cuanto terminara el acto sexual las echaba ya fuera de su casa, del hotel o desaparecía sin el más mínimo aviso.
Por sus manos pasaban vasos y botellas de diferentes licores y bebidas, vidrios y cristales que debía chocar con otros para hacer el brindis, con la mano izquierda y manteniendo la mirada fija en el otro, oía decir, cosa que cada vez le fue resultando más difícil porque le costaba mantener la mirada fija incluso en el suelo que bailaba de aquí para allá hasta que, de repente sintió que se le acercó demasiado al oído para decirle algo que no alcanzó a escuchar.
El bullicio se fue convirtiendo en murmullos y Víctor abrió los ojos con dificultad. Quiso incorporarse y al intentar levantarse, se vio constreñido por el peso de las cadenas. Inmovilizado de pies y manos, débil a más no poder, notó que había sido despojado de su ropa y accesorios, pues no pudo frotar su anillo de madera de la suerte. Quiso gritar y, como si lo hubiese ignorado todo el tiempo, una mordaza se ceñía en su boca haciéndole difícil respirar.
El miedo trajo consigo algo de lucidez. Observó a quienes lo rodeaban, todas capas negras sin rostro, escuchándoles mascullar palabras extrañas en idiomas desconocidos.
¿Qué quieren de mí? – Dijo debajo de la mordaza– Les daré lo que me pidan– No supo si le entendieron o si solo lo ignoraban.
La persona más próxima se acercó, y volteó hacia los demás gritando.
LA SUERTE DENTRO DE UNO SOLO HA DE SER DERRAMADA PARA TODOS.
Y el silencio que siguió le aterrorizó al punto de orinarse encima como un niño en la cama. Recordó la noche en la que aquel gato se deshizo en maullidos sobre aquel pentagrama, en el que Víctor, tras leer las líneas del conjuro y seguir las instrucciones, pidió para sí toda la suerte y el éxito de su lado.
Ahora mientras era despedazado por cuchillos y navajas, y la sangre bañaba a los complacidos asistentes del ritual, Víctor recordó de súbito que esa mañana se había levantado dela cama con el pie izquierdo.
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