Sigo sin saber con certeza qué es lo que comen, he convivido tanto con ellos que me sorprende no saberlo. Y aun así heme aquí preparando tres tazas de comida como si fuera su coima, su sirviente.
Los mandé a vivir al sótano, uno de ellos ya se había instalado allí de todas formas. Desde el principio. No hablaba. Solo noto ruidos que hace cuando algo no le gusta, como si quisiera decir muchas cosas pero todas se le atoran en la boca como piedras que terminan por pesarle demasiado la cabeza y dejársela pegada al suelo por su propio peso.
Cuando abro la puerta para entrar, sale corriendo y chillando asustado hacia la esquina más lejana y desde esa oscuridad veo sus largos brazos salir y atenazar su plato. Sus uñas son largas porque teme hacerse daño su se las corta. No sé cómo es porque nunca lo he visto salir de la sombra. Lo llamo Cobarde como el perro violeta de las caricaturas, porque Cobarde solo siente miedo.
No sé por qué me tomo el trabajo de preparar tres platos. El del Oso Pérez siempre permanece intacto. Quizá creo que si lo preparo de forma más atractiva o lo decoro de formas llamativas él por fin quiera moverse para comerlo, o mover su cabeza al menos aunque sea para mirarme y lanzarme alguna mirada desabrida o algún insulto silencioso. Pero no sucede nada. Tal como lo dejé cuando lo traje a rastras, en esa misma posición está. Cambio su comida por la nueva y lo seguiré llamando Oso Pérez hasta que algún días, si es que es nombre le molesta, se atreva a mover un dedo para decírmelo.
Hay alguien más en este sótano. Alguien a quien no puedo nombrar porque tiene oídos hipersensibles a su propio nombre, aunque yo no sepa cuál es, pero él sabe que hablo de él. Y cuando no se escucha ni un solo ruido cree que pienso en él. Es el único que se mantiene encadenado, y a veces amordazado. Siempre que vengo a darle de comer, si acaso sigue restringido de poder hablar, encuentro en en una hoja de papel el menú de lo que sugiere para su siguiente cena.
Está harto de que la luz de esa pequeña ventanita le dé justo en los ojos en las mañanas, que lo cambie de lugar con el Oso Pérez, me exige, que a él no le interesa dónde esté echado, siempre va a estar echado.
–¿Dónde está el espejo que te pedí? –Me pregunta siempre mientras se busca a sí mismo en el reflejo esmerilado de la cuchara.
En cierta ocasión que me convenció de dejarlo dormir sin la mordaza, el pobre Cobarde estuvo chillando toda la noche, tenía miedo de que Ego nunca se fuera a callar y tuviese que escucharlo hablar de sí mismo por el resto de su vida.
Fue por eso que lo llamé Ego. Cuando hablaba solo podía escuchar repetirse en el aire su propia voz, todo era yo, yo, yo… Como un eco….eco…eco… infinito, pero con g.
Hoy me fijé en la alacena y ya no me queda más carne para ellos. Estoy en los huesos y mi madre me dice que no se acuerda de haberme visto tan flaco, me pregunta que si estoy comiendo bien y que si sigo así voy a desaparecer.
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