Corría el mes de octubre cuando en aquel departamento de la calle Guayaquil encontré tu remera atrás del sillón, era lisa y color azul marino, no sé si te acordarás la primera vez que la usaste, pero fue cuando fuimos a aquel recital de Tobogán Andaluz en el centro cultural de Recoleta y yo me torcí el tobillo cuando Facu cantaba La capital del mundo y después tomamos un vino barato tiradas en el pasto.
Creo que lo que más me gustaba de todos los domingos que compartimos era despertarme con el sonido de una guitarra de fondo. Me acuerdo perfecto la suavidad con la que tomabas la púa (la roja con el logo de Coca Cola era tu favorita) y con tus largos dedos comenzabas a sacudir las cuerdas. Empezabas tu repertorio con alguna de los Guns n Roses, seguías con alguna de Soda Stereo para finalizar con la banda de turno que tuvieras pegada en ese momento. Yo te miraba envuelta en el acolchado que elegimos para la navidad del 2015 con Limón ronroneando encima de mí.
El día que supe que estaba enamorada de vos habíamos ido a una exposición de arte cerca de Palermo y volvimos en el colectivo agarradas de la mano, fuimos al chino de a la vuelta de tu casa, y compramos para cocinar unos fideos con salsa. Te vi danzar como entre las góndolas eligiendo, tomando y dejando los productos que considerabas mejor. La música coreana nunca me pareció tan buena banda sonora. Y mientras comíamos se te caían los fideos, te manchaban el vestido y vos sólo te reías a carcajadas dejando entre ver ese hueco entre tus paletas, realzando tus hoyuelos y te sentí brillar.
Me gustaba caminar a tu lado por la avenida Corrientes porque tu paso exagerado, el ruido de tus borcegos al andar y el pelo rojo cuando las luces de la ciudad te iluminaban dejaban ver que entre tanto teatro el espectáculo eras vos.
Habíamos ido de vacaciones a la montaña porque vos no conocías y tu piel blanca relucía con el sol en ese arroyo de la reserva del parque de Córdoba. Anduvimos en bicicleta, a caballo, comimos un montón, reímos todavía más, colamos una pepa que no nos pegó y otro día hiciste un picnic con más variedad de quesos de los que puedo contar. Era tu comida favorita.
Pero entonces llegó marzo y una mañana me desperté, te miré mientras todavía dormías y tu cara había perdido toda la simetría. Las pecas ya no me parecían tan lindas, tu nariz era grande y tus labios rojos estaban resecos. Entonces lo supe: ya no me gustabas. A partir de ahí entramos en el espiral donde entran todas las relaciones que están por terminar: las peleas por nada. Todo era un problema: tus pies fríos en la cama, tu sonido al masticar, que me usaras la ropa y cuando rompiste ese labial que compramos juntas color lavanda fue la tercera guerra mundial.
Tu galaxia de lunares en la espalada había perdido su encanto, la guitarra a la mañana los domingos era una tortura y yo ya no podía escuchar ni una canción más de los Guns n Roses. Entonces te dejé, como se dejan las cosas que ya no se quieren, agarraste tu valija, la llenaste de tu ropa, tu planchita de pelo y tu cepillo de dientes. Volviste un par de veces más a buscar tus libros empezando por los de Jean Paul Sartre y Cortázar, las plantas del balcón, tu sartén favorita (la de mango negro, no la otra), el abre lata último modelo que jamás entendí, la guitarra y tus púas y un par de cosas de más. Discutimos otra vez por la tenencia del gato. Me rovoleaste un tenedor y no te volví a ver.
Pero entonces encontré atrás del sillón la remera que usaste por primera vez en un recital de Tobogán Andaluz.
Comments
November 9, 2020 23:52
que bueno poder leerlo, me sigue flasheando este cuento!!