La cabaña

LAURA se encontraba en una habitación pequeña y obscura. Las paredes estaban húmedas y podía oír el eco de su propia respiración. Dio un pasó y se percató de que el piso estaba inundado y sus pies ya estaban congelados. Un aliento cálido en la nuca le erizó la piel. Giró alarmada sobre si misma pero no vio a nadie. Estaba sola. El aliento rápidamente se transformó en jadeo y empezó a acercarcele nuevamente cuando unos fuertes golpes en la puerta la despertaron.

—¡Policía! ¡Policía! ¡Abra la puerta!

Grandes gotas de lluvia golpeaban incansablemente sobre el techo. Las nubes ocultaban los altos picos de las montañas. Las copas de los árboles danzaban frenéticamente al ritmo fúnebre del silbido del viento mientras chocaban y se lastimaban entre sí. Un relámpago iluminó toda la habitación e inmediatamente un estruendo cercano, de esos de los que aflojan techos, la expulsó de su sopor.

—Ya voy —balbuceó mientras los golpes continuaban.

Estaba agitada y transpirando. Intentó prender la luz del velador, pero una vez más como las últimas dos noches, la tormenta la había dejado sin luz. Tomó el celular y luego agarró su revolver del cajón de la mesita de luz.

—¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Dejen de golpear!

Descuidadamente se colocó una bata negra gruesa y unas medias largas, de invierno, sus pies aún seguían helados. Se dirigió hacia la puerta y mientras destrababa los tres cerrojos que había instalado recientemente se preguntó cómo había pasado la policía la tranquera si sus vecinos estaban de viaje y la tercer y última cabaña del terreno llevaba deshabitada desde mucho antes de que ella llegara al sur.

Dos figuras cubiertas por grandes pilotos negros se venían a través de la mirilla.

—Señora Laura, por favor abra la puerta —gritó el joven comisario Gonzales al ver la luz del celular por la rendija—. Hemos recibido quejas de los vecinos. Tanto los Guitierrez como la señora Allen han llamado para alertar sobre gritos en su propiedad.

—Yo no escuché nada Betito, ¿por qué me despertás a estas horas? Más les vale que valga la pena esto, sino me deben el Daikiri que estaba por saborear en un atardecer en el Caribe —respondió Laura irritada.

—Los vecinos insistieron, y con esta tormenta al parecer se le ha cortado la línea —replicó el comisario.

—¿Gritos? Yo no escucho nada. Elsa y Juan están en Buenos Aires y aquí seguro que nadie gritó. Y como bien sabés nadie ha entrado en la antigua cabaña en décadas —explicó Laura.

—Nosotros también los hemos escuchado al llegar —precisó el comisario —. Luego cesaron. Necesitamos que nos permita revisar ambas cabañas —respondió mientras su compañero afirmaba con la cabeza.

—A la de Juan y Elsa entro yo sola —les advirtió ella dejando entrever su arma—. Ya les gustaría a ustedes husmear por ahí. Acá tienen la llave de la otra cabaña.

Laura se calzó unas botas y se dirigió velozmente hasta la entrada de la cabaña lindante. El viento frío quemó su piel y a los pocos pasos su bata ya se encontraba mojada. Colocó la llave, que giró con un fuerte click y les espetó que ahí mismo podían aguardar.

Visitó la estancia sigilosamente confirmando que allí no había nadie y se volvió molesta por la irrupción en la mitad de la noche deseando volver al calor de su cama.

—Dejen la llave en la tranquera cuando se vayan, ya saben donde. Yo me vuelvo a dormir. Seguro que lo que escucharon fue el rugir del viento en la nueva reforma de los Allen o algo así. Buenas noches.

Laura dio media vuelta y emprendió el regreso a su casa, ya totalmente despabilada. Vio como las linternas se acercaban a la vieja construcción y entraban en ella. Apenas se podía ver su luz una vez dentro, las pocas ventanas que no estaban tapiadas tenían los cristales pintados de negro.

A los pocos minutos vio salir al comisario y a su compañero. Un nuevo rayo los iluminó saltando la tranquera y Laura se sentó en el sillón luego de agregar leña a la estufa. Prendió una vela y empezó a recordar el temido sueño cuando escuchó los gritos.

Una niña lloraba y gritaba aterrorizada, sus palabras llegaban perdidas en una súplica quebrada sin esperanza. Eran desgarradores, Laura nunca había oído algo semejante. Podía sentir como penetraban hasta hacer temblar la mismísima fibra de su propio ser.

Volvió a colocarse las botas, estaba vez se abrigó bien y se colocó el piloto de su difunto esposo mientras guardaba el revolver en el pantalón y buscaba su antigua escopeta.

Al salir se encaminó directamente a paso firme hacia los gritos que provenían de la abandonada cabaña. La lluvia comenzaba a caer aún más violentamente mientras el embate del viento dificultaba su camino. Los gritos se intensificaron.

Al llegar percibió los años de desidia y el efecto inquebrantable del paso de la naturaleza. Cuando se acercó a la puerta los gritos cesaron. Intentó abrirla pero esta estaba cerrada. Golpeó en la ventana pero nadie respondió. Tendría que ir a buscar la llave a la tranquera.

Al segundo paso vio como una ráfaga de viento abría la puerta de par en par. Entró escopeta en alto hacia la habitación.

—¡Estoy armada! ¿Quién anda ahí? —gritó. Solo el eco respondió su llamado.

Avanzó hacia el interior de la habitación mientras la puerta se cerraba lentamente a sus espaldas. Décadas de goteras acumuladas salpicaban por doquier. La lluvia cesó repentinamente y entonces escuchó el grito. Le sorprendió que provenía de ella misma. De su interior pero al mismo tiempo le era ajeno, lejano. Sintió el aliento en su nuca y entonces todo enmudeció.