Sansón

Un imponente árbol de Eucalipto era lo primero que te daba la bienvenida cuando entrabas a la quinta. Pasando el portón te sumergías en su sombra como una entrando en una cueva húmeda y fría. Un instante después el intenso olor te abrazaba refrescantemente. El piso era de ladrillos húmedos con un poquito de musgo lleno de hojas secas y pelotitas que hacían crrcrrcraack cuando las pisabas. Siempre me dejaron trepar ese árbol, tenía un tronco inmenso, donde se separaban las primeras ramas podíamos entrar 3 o 4 sentados cómodamente. Tenía una corteza vieja en forma de arrugas gigantes que parecía guardar historias inmemorables.

Siempre había varios autos estacionados protegidos del sol. Pasando los autos podías ver el fondo de la casa. Hacia la derecha un montón de motas de arbustos grandes, sin permitir el paso de la visión, pero a la vez dando una sensación de profundidad eterna. En el centro una rotonda alrededor de un falso laurel y corona de novia. Altísimo, pero aún debajo del manto del Eucalipto.

Tomando el camino de la izquierda llegabas al porche de la casa debajo de lo que alguna vez fue un toldo blanco y amarillo, ahora un hermoso techo de Santa Rita. Era muy largo y le daba vuelta a un tercio de la casa. Florecía la mayor parte del año, un colchón de color carmín pleno durante todo el verano.

Hacia la derecha te encontrabas con el quincho al fondo, techado con dos mesas rectangulares largas para un montón de gente y una más chica al costado que ponían para los chicos. Cuando no estaba lleno de gente era un lugar ordenado y prolijo pero era raro verlo así, quizás en días de mucha lluvia. La parrilla era ancha y profunda, aparecía como un agujero en la única pared que tenía el espacio.

Cuando se habría el portón desde el quincho alguien siempre era el encargado de ir a recibir a los recién llegados. Darles la bienvenidas una sonrisa, un beso y un abrazo. Los ladridos y besos de Ship eran en realidad los primeros en saludarte.

Para el ojo ajeno la quinta era un lugar de reunión. Todos los fines de semana llegaba un montón de gente siempre nueva, siempre cambiando, aunque todos parecieran sentirse como en su casa desde el primer momento.

En la mesa de los grandes se hablaba, se comía y se tomaba un montón. Nunca un domingo terminó sin restos de asado para guardar en la heladera, incluso después de darles una buena parte a Ship y al resto de los perros de la casa. Pero de la ensalada de papas que hacía mi abuela, con pepinos, huevo, finas capitas de cebolla y una vinagreta con oliva, mayonesa, leche y dill nunca sobraba nada. Cuando los grandes se iban a la pileta y las reposeras, los chicos nos encargábamos de primero terminar los culitos de las copas de vino y más tarde los culitos de las tazas de cafés.

Los invitados rotativos eran gente interesante, era común escuchar discutir a un decano de una facultad con un profesor de filosofía o a un arquitecto famoso con una actriz de teatro. Eran los que se enganchaban en los intercambios más fogosos. Pero esas discusiones no eran las únicas que se daban; en el subtexto había una segunda línea de tira y afloje y de sutiles interpretaciones del tema que se estaba tratando, pero este se daba entre la familia y aquellos amigos que el tiempo terminaría confirmando como primos de vida.

La familia, de ahora en adelante incluyendo a estos primos, era la única invitada a pasar a la casa cuando ya se hacía de noche y si deseaban podían quedarse a dormir. El tono cambiaba cuando estábamos todos sentados alrededor del fuego en el living. Recuerdo pasar horas mirando el hogar por detrás de una pantallita de hierro forjada que cuidaba de que no me queme con el fuego. Era de ladrillo, al igual que la pared y arriba tenía colgando una espingarda antigua con un montón de balas en una correa y un sable medio oxidado. Por los costados salían dos bancos negros donde la gente se apiñaba para sentir el calor. Esos bancos daban la vuelta a toda la pared del living, y para el que sabía al levantarlos cada uno era un baúl lleno de secretos de otras épocas.

El lugar entero estaba construido sobre anécdotas, historias, leyendas y mitos según a cuántas generaciones en el pasado te remitas. Era lo que le daba vida a ese lugar.

Como aquella vez que le pregunté a mi abuela por qué esa retama sola en el medio del parque estaba ahí tan fea, por qué no la cambiaba y me contó la historia de una vez que vino una señora muy elegante y esotérica, que medía las energías con un palito en forma de Y que sostenía con las dos manos y cuando pasaba por un punto de baja o mala energía el palito bajaba. Y le dijo a mi abuela que donde había plantado una retama nunca iba a crecer. Era un punto de drenaje energético. Y que la cama principal, la de ella (mis abuelos dormían en habitaciones separadas) tenía un mambo parecido.

Mi abuela cero creyente igual decidió probar cambiando la cama de lugar, y dice que desde ese momento durmió y descansó mucho mejor de noche. Y que esa retama nunca creció y que la cambió por sucesivas plantas que nunca estuvieron contentas y murieron. Incluso murió la lavanda que debajo de la bow window crecía gigante y había que podar más de una vez al mes.

Pasados los años un primo al cual esa historia no le cerraba, trajo por su cuenta a otro señor esotérico con un palito similar en forma de Y. Volvió a caminar en zig zag por todo el parque y la casa y el palito bajó y marcó los mismos dos lugares. La causa de la retama triste era tener una planta ahí, para que por si acaso nadie se quede mucho tiempo parado en ese lugar.

Las leyendas y los mitos familiares eran los que más me gustaban. Aquellos cuentos de los que ya no estaban más, decorados, corregidos y embellecidos como sólo mi familia puede hacer. Y por sobre todo me gustaban las historias de Sansón. Entre todos los personajes era el que más brillaba.

Llegado a Argentina de chico escapando de los pogroms de Rusia, primer judío en recibirse en la universidad local, doctor en abogacía y profesor de filosofía, socio fundador de hebraica, artífice de la visita de Einstein a la Argentina. Todo eso para afuera, pero para adentro creador de la quinta, un parque llena de amor para toda la familia.

Vivió hasta los ochenta y largos, me cuentan que ya estaba viejo y medio-bastante ciego. Un día escuchó unos ladridos diferentes, salió corriendo de la casa hacia el portón y protegiendo a su familia con escopeta en mano se cruzó con un los ladrones que estaban saltando por el Eucalipto y lo mataron con tres tiros en el pecho.

Cuenta la leyenda que llegó a tirar un escopetazo cuyos perdigones quedaron atrapados para siempre en las grietas del Eucalipto.