Me desperté de buen humor. Ya habían pasado esos primeros días intensos y excitantes de estar en un lugar nuevo, empezaba a dormir mejor. Incluso en esa hamaca de hilo grueso. Lo primero que me acuerdo de ese día fue el calor pegajoso que me hacía empezar a transpirar. Decidí activar rápido antes de que suba mucho el sol. Agarré la malla que venía usando desde el primer día, una camisa liviana, y salí a pasear por la playa.
Encaré para la izquierda, todavía no había mucha gente. De a poquito empecé a entrar en calor y fui tomando ritmo. Lo primero que noté fue la llamativa silueta. De a poquito lo fui alcanzando. Llevaba una mochilota grande en la espalda, naranja, alguna vez flúor ahora gastada por temporadas de viento y arena. Vestía un pantalón blanco viejo. En el hombro izquierdo llevaba un palo largo con un montón de pareos colgando. El viento venía del mar y los pareos volaban alejándose de su cuerpo danzando en una línea casi paralela al piso. Un montón de colores aparecían y desaparecían.
Después de un ratito sin darme cuenta lo fui alcanzando, estaba hipnotizado con los colores flameando. Tenía un chaleco marrón y la piel negra, arrugada, marcada por el sol tropical. Empecé a bajar el ritmo, quería seguir hipnotizado y si lo pasaba iba a perder la magia de los pareos.
Se dió media vuelta y me miró. Creo que sintó mi acercarme y alejarme. Titubeó un instante pero terminó de girar y frenó en seco. Creo que intenté frenar también yo, pero trastabillé y caí en la arena.
Me quedé quieto un segundo, recuperando el equilibrio en el piso. Levanté la cabeza y lo vi en la misma postura. No se había movido en albsoluta, me miraba, tenía los ojos verdes, la parte blanca levemente amarilla. Me miraba pero no me veía, nos mirábamos pero no estábamos haciendo contacto visual.
"Hola", le dije. De repente cambió la mirada, se transformó en una mirada inquisitiva como nunca me habían mirado. Profunda, atenta, mirando mis ojos, viendo todo mi cuerpo tirado en la arena. No me respondió, pero entendí un hola. Inmediatamente me empecé a sentir cuestionado, sin necesariamente sentirme incómodo. Rápidamente empezó a abrirse camino dentro mío, en mi yo más profundo. A lugares íntimos que yo no me conocía.
- ¿Estás listo? - me preguntaron sus ojos.
No se movía, yo no me podía mover. Me empecé a ver en sus ojos, con sus ojos, como él me veía desde afuera, quieto mirando, tirado en la arena. Respiré profundo inflando mi pecho con orgullo, como quien sabe está a punto de transitar algo importante en su vida.
- Estoy listo - pensé, decidido, aún perdido en esos ojos infinitos.
En ese momento sonrió, compartiéndome su magia, mientras dejaba vislumbrar su agujereada dentadura. Miró hacia el sol, ya alto en el horizonte. Giré mi cabeza hacia el replandor enceguecedor y entrecerré mis ojos.
No sé cuánto tiempo estuve así. Al volverme pude distinguir nuevamente la sileta danzante en la lejanía, pero esta vez me resultaba familiar como si toda mi vida hubiera estado jugando entre esos pareos; me vi a mi mismo, flameando, alejándome lentamente.
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