Un lugar perdido. Santa Maria
La casa era de barro, construida sobre pilares, para evitar que el agua entrara cuando subía la marea. El rio ya estaba canalizado, pero las casas seguían elevadas y ese espacio infinito entre la tierra y el suelo era tentadoramente aterrador. Los primos más grandes ya habían incursionado por debajo. Pero hasta ahí. Nadie había llegado hasta el centro, donde ya no llegaba la luz.
Parte de las eternas vacaciones de verano que teníamos entre un año y otro en la escuela, las pasábamos ahí, donde mamá había crecido y vivía toda su familia. Que también era la mía.
En el jardín del fondo estaba la higuera. Yo amaba comer esos higos. Después supe que era una fruta muy cara, pero en esa época estaban al alcance de mi mano y podía comerlos sin medida. También las uvas moscatel, ácidas, deliciosas. Y las nueces pecan, que no se parecían a las que comprábamos en lo de Villares para hacer pan dulce en Navidad.
Los días eran divertidos, a veces, diferentes, otras. Las noches eran eternas. El silencio, absoluto. No pasaba un solo auto. Podía oír el crujido de la casa. Me asustaba. No podía dormir. Pero más me asustaba decírselo a mi abuela. Era muy estricta, de otra época. Y como siempre había vivido ahí, no entendía lo que me pasaba.
Odiaba a los mosquitos. Eran enormes. A mi abuela no la picaban. Me acuerdo el olor a flit y el aparato raro que usaba para esparsirlo. También del de la estufa a kerosén. La mesa de la cocina era de madera y tenia un cajón que nadie abría. Me gustaba pensar que ahí se ocultaban los secretos de otros tiempos.
Como en todo pueblo chico se conocían entre si de toda la vida. Eran todos un poco familia. DecÍan que el tío Antonio contrabandeaba los motores, así había hecho su buen pasar siendo solamente un mecánico de lanchas.
El paso a nivel para cruzar las vías del tren estaban llenas de plantas y flores salvajes. El tren ya no circulaba por ahí. Pero las vías seguían.
Ibamos al puerto a comprar frutas cuando llegaban las lanchas. No se vendían de kilo como en la frutería del mercado. Lo hacían de a cajones. Las naranjas eran increíblemente dulces y el aroma de jazmín de la novia nos acompañaba todo el camino de regreso.
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