De haber podido elegir - (Pág 1)

28.10.2020 – Consigna #4

Pasábamos cada verano, de diciembre a principios de Marzo, intercambiando costumbres y vivencias y a mí me daba la impresión que cada año llegarían con otra novedad. Yo escuchaba atónita como la vida podía transcurrir más de 9 meses entre edificios, asfalto, colectivos a los que nunca me había subido y reuniones de estudio y meriendas, en casas (que más tarde aprendí eran departamentos grandes y de muchos ambientes) con balcón desde el cual a veces se veía el cielo y los árboles de la otra acera, y otras podía verse un parque a lo lejos o muy cerca el escritorio o la cocina de algún otro habitante de esa gran ciudad.

Siendo más grande y para gran alivio mío, me enteré también que ninguna de las 3 hermanas, ni Mercedes de mi edad, la mayor de ellas y más amiga mía, ni las dos contiguas, si bien cada 9 meses regresaban y más o menos lo vivenciaban, habían logrado entender que nuestra vida en el pueblo transcurría sin ese tipo de colectivos (ellas les llamaban bondi), menos, muuucho menos edificios altos, más bien casas de una planta y con algo de verde atrás… que usábamos mucho la bicicleta y nuestras reuniones de estudio y juego eran en un club al que iban todos los mismos de la escuela, o en la vereda de la casa de alguna abuela que nos dejaba dibujar la rayuela en las baldosas con circulitos… o en el comedor de otros padres ordenados, esos días de lluvia donde nos quedaba intercambiar figuritas o pintar los álbumes de las pegatinas que nosotras mismas habíamos replicado calcando –teníamos un ejemplar de cada tipo, el resto calco-copiado según interés; y /o ¡jugar a crear una radio!

Yo esperaba cada año que llegara diciembre. Para mí eran unas súper vacaciones, aunque tuviese que ver y subirme al auto del abuelo Ottelli, que nos llevaba y nos traía cada día de la quinta al pueblo. No supe hasta grande la razón por la cual no llegaba a caerme del todo bien don Ottelli; y ojalá lo hubiese sabido mientras vivía, así al menos le hacía el reclamo de frente y modo presencial.

Era un tipo cariñoso con sus nietas, amoroso con su mujer, la abuela Elsa, ¡y con sus 2 hijas más! Ellas también llegaban cada año en diciembre. Sandra era la tía piola. A veces venía sola, a veces con algún amigo… nunca repetía el amigo de un año al siguiente y tampoco podíamos mencionarlo; ¡¡era lo primero que nos pedía ni bien llegaba!! –“De Marito ni se acuerdan, ¡eh!” decía, ó “Lucas?, ¡yo nunca conocí a un tal Lucas!”

Eran su vida y costumbres similares a las de mis abuelos en realidad, vecinos de don Ottelli y su mujer Elsa, solo que ellos veían a sus nietas e hijas solo durante esos meses de verano. Y con ellas llegábamos de visita casi permanente a los días de quinta y nochecitas en la vereda todas las amigas de las 3 niñas, oriundas del pueblo. Yo ya me la pasaba en lo de mis abuelos casi todo el año, ¡así que tener a Mechi y sus hermanas tan cerquita –apenas 3 casas de por medio- todo el día era lo más divertido y entretenido que podía pasar!

Él también era el que se encargaba de todo en la casa y la quinta… Tenía el parque arreglado que era una maravilla, las flores prolijas, los árboles podados, había marcado un camino en todo el contorno del lote, que se ocupaba de limpiarlo cada día (quizá cada semana…) para poder usarlo como circuito de caminata o running cada vez que alguien lo deseara.

Nosotras lo usábamos casi siempre, aunque no en orden y repitiendo vueltas… En general probábamos los juegos e ideas, para mí, innovadoras. A veces jugábamos a Invasión Extraterrestre (yo ni siquiera lo había visto en la tele así que iba toda mi imaginación ahí); otras a la mancha-manteca, otras llegábamos apenas a ¼ del recorrido y nos quedábamos en la casita del árbol… también nos la había regalado el abuelo Ottelli.

Bueno, en realidad era el abuelo de Mechi, Flopi y Marian… Y ahora o hace un tiempo me di cuenta que jamás supe su nombre. Las chicas le decían “abuelo”, su mujer siempre lo llamaba “Viejo” o con algún apodo amoroso, sus hijas lo llamaban “Pa” y en mi casa le decían “Don Ottelli”.

Hubo varias mañanas tristes… El abuelo Ottelli había hecho un galponcito de paredes de alambre tejido, donde iba agregando conejitos, todos de diferentes formas, tamaños y colores. Y por supuesto, nos había invitado a ponerles nombre a todos y cada quien tenía uno propio. Así que otro gran entretenimiento era desde darles de comer, limpiar su hábitat, limpiarlos, mimarlos, jugar con tan dulces mascotas. Yo tuve varios, al que más quise y fue el último, lo había llamado “Meloso”, su piel y pelo suave y cobrizo parecían un algodón mullido y calentito donde abrigarse y pasarse horas regaloneando. Luego creo que inconscientemente elegí no encariñarme para no tener que soportar que un día abandonara la conejera, mis cuidados, cariño y eternos juegos y sentir entre angustia con una mezcla de traición.

Algunos otros nombres que se nos ocurrían fueron Blanquito, Mulli, Copos, Carbón… Cada tanto… y sin saber por qué, siendo que el abuelo se ocupaba de cerrar cada agujero de ese alambrado del galponcito, alguno de estos bichos faltaba, -¡¡se habrá escapado!!- nos decía, mientras continuaba podando los rosales, pelando los duraznos o avivando el fuego. Tampoco había lugar por donde accediera otro animal a comerlo… Todo un día de lágrimas y duelo nos llevaba cada uno de estos desconsuelos. ¡También me acuerdo de jugar a Marco-Polo en la pileta! Creo que era lo único en lo que capaz coincidía con Ottelli y sin saberlo…. Me aburrió desde la segunda vez que lo jugamos y ese sí que jamás se lo mostré a nadie como insignia o novedad.

¡Lo que más me gustaba a mí era la hora de la merienda! A veces nos quedábamos en la quinta. Otras, si el día había estado feo regresábamos a la ciudad. ¡Aquellos chocolates calientes con leche y ese olor a tostadas! Salían en tandas y pedíamos repetición. ¡Mantequilla y dulces caseros!! También hechos por Elsa, con las frutas de la quinta que curaba don Ottelli.

Para lo que sí demostraba un amor, paciencia y dedicación especial el abuelo Ottelli, al menos eso apreciaba también yo, eran los asados para nuestros almuerzos… ¡Ah! ¡Y los pollos al espiedo… el plato de cabecera de don Ottelli! y preferido creo yo de sus 3 nietas y mío sin duda. Quedaban tan ricos después de dar vueltas y vueltas en ese hierro, perfectamente colocados y espaciados entres sí, a pocos centímetros de unas brasas cuidadas y esparcidas equitativamente; doraditos y crujientes por fuera y tan tiernos y sabrosos dentro. (continúa pág 2...)