Las rutas estaban vacías. Iba manjeando, mirando el horizonte, y a los costados, cada tanto, cuando pasaba por un grupo de vacas u ovejas. Pasé por la estación de servicio, vi el cartel que me habían mencionado, no pude evitar notar su desgaste, la erosión del viento lo hacía casi ilegible. Llegué al lugar indicado, manejé por un camino de tierra y estacioné el auto a unos metros del camino, bajo unos árboles altos y anchos, añosos. Cerré la ventana pero no pude evitar la polvareda que se levantó y voló hacia mí cegándome por un instante. Al abrir los ojos ya no recordé nada. Metí mi mano en el pantalón pero lo único que encontré fueron los fósforos. Me miré en el espejo retrovisor. Un dolor punzante me apuñalaba desde la tapa de mi cabeza. Sentí la garganta seca. El vacío era lo único que me envolvía. Qué me llevó hasta allí? Cómo acabé en esa banquina? Revisé la guantera. Había un portadocumentos con un nombre: Joaquín Montoci. Un sandwich verde de moho envuelto en una servilleta de papel era lo único que estaba abajo del arma. Una nariz de payaso se veía caer en el asiento de acompañante junto con una botella abierta de vodka. No sabía qué hacía allí, ni dónde estaba, pero todo parecía familiar no era Kazakhstan estaba en una ruta bonaerense. Salí del auto para tratar de orientarme. Confusión, la respiración lenta, entrecortada, los ojos pesados, como si un el mismisimo Ringo Bonavena en su mejor etapa de Nevada me hubiera regalado de un round de amor y cariño. Paso cuando menos un infinita media hora hasta que la visión fue nítida. Lentamente los musculos fueron recuperando capacidad motora. Empecé a sentir las piernas, los brazos y una presion profunda del torso hacia arriba. Me subí al auto y traté de encenderlo. Las llaves estaban polvorientas al tacto y al dar contacto no hubo ni señal de batería. El auto estaba muerto. En el tiempo que llevaba ahí no había pasado ningún auto. El sol estaba en su punto más alto, mi reloj de pulsera marcaba las doce y cinco. Miré mi sombra y empecé a caminar hacia el este. La ruta parecía infinitamente recta, me recordaba a la conquista del desierto pero en este caso veía soja a ambos lados del camino. El sol pegaba fuerte, y venía caminando hace rato a buen ritmo pero noté que no transpiraba y no tenía sed ni hambre. No había carteles indicando el kilómetro actual. Probé trotar primero, correr después pero aún así no me agitaba. Corrí y corrí mientras pasaban las horas, entre en una especie de meditación como nunca antes me había pasado. El ritmo de los pies cayendo y despegándose sobre el asfalto. El viento suavemente acariciando mi piel. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me tropecé. ME doblé el tobillo y ya no podía caminar más. Decidí sentarme en la banquina y esperar a que pase el dolor. Rápdiamente me quedé dormido. Me desperté con el ruido de un camión con acoplado tocándome una bocina fuertísima que pasó casí rozándome sientiendo como el viento me tiraba girando hacia la zanja. Había un montón de camiones parados hacia la dirección sobre la cual había corrido. Mi tobillo estaba perfecto, como si nunca me hubiese lastimado. Decidí hacer dedo y tratar de volver al auto. Nuevamente miré el reloj y seguía sin avanzar, marcando las doce y cinco. Seguía avanzando fascinando con el tobillo que de repente estaba bien. El susto del camión que casi me rozó convirtió en una sensación de libertad. Todo el dolor que tenía había dejado atrás a medida que una nube de energía me enrollaba. Empecé a flotar e ir a encontrarme con el sol que ya no me oprimía. Agarré el portadocumentos y me acuerdo que tenía el nombre de Joaquín Montoci pero toda la letra ya era borrosa. Una ráfaga de viento sopló, una tormenta de polvo empezó, y fui con ella.
Comments
No comments yet. Be the first to react!