El día que llegó a la casa de Salma, se sintió fuera de lugar. No había tomado ninguna de las drogas que habían ofrecido a lo largo de la tarde, en cambio eligió té de menta, avellanas, higos turcos y jalvá, una especia de mantecol de medio oriente. Supo que la imagen se le grabaría por muchos años. Ocho niñas de unos once o doce años bailaban con vestidos de odaliscas y movían sus caderas al ritmo de los tambores africanos. ¿Por qué llevaban el cuerpo cubierto por las calles de Tunisia? ¿Por qué, ahora, escondían a los hermanos varones en el fondo de la casa, como si aquel espectáculo fuera algo fuera de lugar? Todo resultaba bastante extraño.
Porque no ir a la casa de Salma drogada? Otra vez los fantasmas de los prejuicios. Esas niñas ya se estaban cambiando su atuendo por tercera en media hora. Es muy divertido ver como las nenas juegan a ser princesas. Por que será que todas que en algún momento de nuestra niñez fantaseamos con eso? Un príncipe, un castillo, un vestido infinito. Cuantas de esas cosas algunas deseamos de niñas. Ese día fue el último. Fue mi último día de castillos y coronas. De ajuares y baúles de sorpresas de seda rosa. Ahora me hubiera gustado mirar todo aquello bajo los efectos de la ensoñación. Me hubiera gustado elegir los pequeños pocillos en vez del té de menta. Quizás eso habría borrado mi recuerdo, o al menos me hubiera confundido las caras, que me resultaban tan familiares. Recuerdo a cada una de las siete que me rodeaba: amarillo, rosa, naranja, verde, lila y turquesa, rojo. Aretes en la nariz, trenzas negras, pies descalzos, nuestra tía, o así la llamábamos. Así nos hacían llamarla. Ella, que tantas historias nos contó, que tantos bailes nos enseño, que nos instruyó en el arte de la henna y del canto, estaba a punto de cambiar para siempre mi mirada de niña. Salma, la tía, mamá, hermana y amante. La recuerdo rodearme entre sus brazos y acercarme a su pecho lactante. Recuerdo a las otras niñas sonrojarse al bailar, entre príncipes de mediana edad, de anillos y dientes de oro. Recuerdo a mi primer rey. Tenía un bigote que me hacía cosquillas y un cadena de oro que me lastimaba. Tenía un Cadillac importado y todos lo adoraban por eso. Le decían "el Rey", en efecto. Por todo lo que podía comprar, casas, joyas y personas. El día que llegó a casa de Salma, repartió drogas, sí. Pero su té estaba lleno de menta y venganza. Había visto al Cadillac dorado estacionado en la puerta. Esta vez, no se sintió fuera del lugar, se sintió el lugar. Salma sabía que esta vez había ido con decisión, con mucho para entregar y repartir.
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