Por más de cuatro décadas, José condujo el destino de este pueblo que hoy recorre con la mirada desde la sombra fresca de su casona de adobe. Observa el devenir de la plaza, agobiada por el calor estival, y la iglesia en la que él mismo colocó la piedra angular. Desde esa misma ventana vio a su hijo menor cruzar la plaza con las vísceras humeantes en las manos, para dejar su último aliento entre sus brazos. Desde allí también despidó a su joven nuera, envuelta en mil flores, en su pompa fúbre. A través de ese cristal, se le perdía la mirada al final de cada otoño, esperando al amigo itinerante que lo hacía soñar con tierras lejanas y aparejos ingeniosos. En su cuerpo, que ahora es memoria, se mezclan sensaciones, olores, historias que conviven simultáneamente. Como sombras lejanas, las caras empiezan a desdibujarse. Los sonidos, lejanos, parecen derretirse en el calor de la plaza antes de alcanzar sus oídos con formas distorsionadas. Prudencio, siempre a su lado, a veces le ayuda a hilar las historias y volver a ponerles nombre y lugar. Otras veces simplemente observa con él, en silencio, sosteniendo la constelación dispersa de recuerdos que ya no obedecen a la lógica. Hoy la espera a ella: esa mujer fuerte, hermosa en su resiliencia, respetada en su palabra y en la lucha que compartieron por un lugar más libre para sus hijos. Ella partió hace años en busca del mar que solo él supo soñar. Le pide a Prudencio que le recuerde cómo era ella, porque al evocar su sonrisa luminosa y su mirada decidida, ya no sabe si la imagen en su mente es la de ella o el recuerdo del recuerdo de ella. La ve cruzar la plaza. Se ayuda con sus manos morenas para levantar la falda y correr hacia él. Está igual de bella y voluptuosa que el día en que partió. Hace tanto… tanto… —¿Cuánto hace, Prudencio? —pregunta sin apartar los ojos de ella. Ella se acerca. Su cabello negro, abundante, es revuelto por el viento. Le acaricia la mejilla húmeda y surcada por el tiempo. Con la voz entrecortada, le dice: —Acá estoy, amor. He vuelto. ¡He vencido! José atraviesa la bruma en su mente. Con la mirada más lúcida que ha tenido en años, observa cada detalle del rostro amado, se pierde en sus ojos. Con una voz ronca, de tanto refugiarse en el silencio, le susurra: —No existe el olvido. Y mientras se funden en un abrazo, su humanidad se aliviana. Se entibia su interior, que fue luna. Se despoja de sus fantasmas. Se libera. A lo lejos, las campanas de la iglesia marcan la medianoche.
Comments
No comments yet. Be the first to react!