El frasquito

Mientras termino de cocinar la cena y el olorcito a pan caliente inunda el departamento hasta el palier —casi como una invitación callada a pasar, a sentarse a la mesa, a compartir lo que somos— empiezo a preparar el bolso: mañana salimos de viaje de chicas con Lali y Magda, amigas queridas, hermanas del alma. Guardo ropa cómoda para nuestras largas caminatas, algo elegante para salir a cenar, unos bombones y un licor para acompañar las confesiones de madrugada que tanto espero en estos encuentros. Los bombones marcan el tiempo: me ayudan a taparme la boca cuando Lali provoca con alguna ironía, y a reforzar la escucha atenta cuando Magda, finalmente, suelta lo que le anuda la garganta. Así no interrumpo sus historias. El licor, en cambio, me entibia la garganta para animarme a compartir las propias. Voy al estante de los perfumes a elegir uno que me acompañe. Casi por azar, tomo un frasco dorado, de vidrio tallado con tapa pesada y letras finas. Lo reconozco desde hace tanto tiempo que, al tacto, recuerdo cada detalle. Su aroma cálido y especiado me lanza directo a mis noches de adolescencia en la montaña —también con amigas—, noches de danzas, de risas despreocupadas, de mirar las estrellas y soñar en voz alta, de esa intimidad que surge solo en el aquelarre de las noches entre mujeres. Me pongo unas gotas en las muñecas y lo guardo en el bolso con un gesto rápido, junto con la crema antiedad y el cepillo de dientes. De regreso en la cocina, cenamos en familia y les cuento, entusiasmada, el plan con las chicas. Otros relatan su día; algunos se quejan de las verduras y exigen la incorporación de salchichas. Alguien menciona a otros amigos y a otros tiempos, mientras yo me vuelo con ese perfume que se coló como un polizón en los puños de mi camisa. Me transporta hacia adentro, saboreando olores simples y encuentros remotos. Viajamos, nos reímos, caminamos. Cuando nos cambiamos para salir a cenar, no encontré mi frasco dorado. Le robé unas gotas de una botella azul que Lali dejó en el baño y salimos. Comimos bien, brindamos, bailamos. Nos reímos largo rato con los chistes llenos de verdad e ironía de mis amigas. Esa noche estuve especialmente afilada para hacer el contrapunto, y llegué a sonrojar a la más pícara. Después de surfear por las heladas aguas de la ironía, como quien toma una copa de champaña añeja —chispeante al principio, seca y áspera al final— me encontré flotando en una acidez íntima, sin espuma que amortigüe. Me quedé en la acidez cuando se apagó la efervescencia, y me descubrí en una profunda soledad, portando una pesada coraza que permite el contacto efímero pero impide la convivencia sin heridas lacerantes, causadas por altas defensas, miedo, recelo… de ese azul profundo, como de mar sin fondo. Me rodeaban espectros ausentes: partidas sin adiós, abrazos que no llegaron, caricias que se evaporaron antes de tocar la piel, momentos compartidos que nos fueron negados, miradas vacías. Vi la sucesión de servicios ofrecidos con incondicionalidad —o con la sola condición de ser amada—, sin límites que definieran mi yo, hasta quedarme disuelta afuera. Con la boca llena de pan, que al tragar masajeaba el nudo de angustia en la garganta y el corazón ahogado en una carencia infinita. Con la cadera cargada de bocados anteriores, que me ayudaron a transitar anestesiada el desamor que se repite, se reedita, se esconde en gestos conocidos. Abrí la boca y, en una gran bocanada de aire que quemó mis alvéolos al expandirlos, salí del frasco azul. Salí de ese ahogo amando a esa humanidad vulnerable que flota en un éter del mismo color, denso y helado, que no registra la calidez de ser amada. Nada con fuerza por sacar la cabeza y tomar una bocanada de aire vital que quema al entrar, como el primer sorbo de chocolate caliente después de estar mucho tiempo en la nieve. Quiero brindarle ese calor, esa chispa. No me ve, no puede verme; sus ojos ya se parecen a los de los peces, acostumbrados a la penumbra líquida. Tal vez pueda sentirme, o presentirme, y saber que estoy con ella. Ya entrada la noche, Lali seguía relatando la historia del barco, de Carmelo, de amigos del club. Le tomé la mano con suavidad mientras se me cerraban los ojos y la sonrisa acompañaba las últimas palabras que le llegué a oír antes de caer dormida, agotada y agradecida. Al día siguiente, cabalgamos junto al río, por calles de árboles añejos que proyectaban su sombra refrescante, mezclada con algún rayo de sol que se colaba entre las hojas. Al mediodía salía el Buquebus de regreso a casa. En medio de la charla, las copas de los árboles comenzaron a moverse con las primeras ráfagas de lo que sería una sudestada que nos obligó a quedarnos una noche más. Felices de tener una excusa para prolongar el encuentro, cambiamos el pasaje, recargamos bombones y reservamos una noche más en el hotel. Llovió toda la tarde, así que fuimos al spa, contratamos masajes y tomamos mate relajadas, en silencio, mirando llover. Mi frasco dorado seguía sin aparecer, así que esa noche, antes de la cena en el hotel —ya que era imposible salir con esa tormenta—, le robé unas gotas de un perfume ámbar rojizo que Magda había dejado en el baño. La cena fue sabrosa, en un ambiente acogedor. Afuera, los sonidos del agua y el viento furioso invitaban a quedarse al amparo de la chimenea. Con el café llegó la hora de retirarnos para la charla sincera, esa que surge con el alma abierta y los pies descalzos, porque se pisa tierra sagrada. Llegó el turno de las historias de Magda. Esa noche conviví con el silencio autoimpuesto, con sonrisas que callan dolores largamente silenciados, de esos que dan vergüenza. Humillaciones de las que —quizás— nos defendimos, pero que dejaron cicatrices y un olor espeso, como de herida antigua, que solo quien carga las llagas puede percibir. Un olor ocre que recuerda que no estamos del todo enteros. Cuando me rozaron las gotas de esa esencia rojiza, me quedé sin voz y con los ojos muy abiertos, al entender finalmente el gran peso que soporta mi amiga detrás de su sonrisa y su dulzura. Pude entender por qué para ella se abre toda una gama de grises, de colores y de posibilidades donde yo solo veo caminos nítidos, inequívocos, prístinos. Por qué demora más en enojarse, pero cuando lo hace es definitivo. Por qué se conmueve ante la deformidad del alma y busca rescatar el brillo que subyace. Por qué el olor ocre y dulzón no la asquea, sino que la impulsa a rescatar lo más valioso, lo más humano de sí y del otro. Por qué puede ver a través de velos que aún nublan mi mirada. Con profundo respeto honré su dolor y su valentía, su felicidad calma que convive en el mismo cuerpo que pisa terrenos fangosos. Su falta de fe en un dios que la rescate y su profundo voto de confianza en una humanidad imperfecta pero real, que duele, pero existe sin pretensión. Que la defraudó tantas veces y que, sin embargo, también le genera ilusión. Fue un gran regalo poder ver a través de sus ojos cafés esas realidades que a mí me inquietan, de las que salgo corriendo, incómoda, hacia espacios con menos incertidumbre. Poder sostener la mirada, el estar, el habitar, el transitar —no sin mancharme de humanidad— y el aroma de mi amiga me serenaron, me completaron, al poder abrazarme entera como lo hace ella, incluyendo al dolor. La tormenta cedió lugar al amanecer y el río se calmó, permitiéndonos el retorno. Antes de partir de regreso, encontré mi frasco dorado escondido en una zapatilla. Había mucho de mí en esa esencia luminosa. También percibí una nota de complejidad que no había notado antes. Me había asomado por la ventana de la mirada amiga y me vi: vulnerable y valiente al mismo tiempo, nadando en el frío de mi propia soledad, mis ausencias, mis desgarros, lamiendo cicatrices que había elegido ignorar. Me vi fuerte, sostenida en la sudestada por la mano de estas dos grandes mujeres, y cabalgando bajo el sol cálido de sus sonrisas. Entendí en esa imagen, que si bien el perfume le toca empezar el viaje muchas veces viene dado, siempre podemos decidir con cuál llevar en la piel, cuál nos representa y nos abraza. Volví amando y amada, transformada. En mi bolso, un perfume nuevo. No era el dorado ni el azul, ni siquiera el ámbar rojizo. Una mezcla inesperada. Íntima. Mía.