Un loco lindo...

Fue lo primero que vi cuando aterricé en ese país extranjero. Sus pelos rubios desalineados, sus ojos color esmeralda que dejaban entrever entre los espejos de sus anteojos una mirada atenta, fugaz, traviesa. Era un hombre atractivo, y él lo sabía. Hablaba 7 idiomas a la perfección. Los locales se sorprendían cada vez que veían a este príncipe del viejo mundo hablar en su propio idioma. Esa tarde sin poder decir ni mu el ya me estaba abrazando como si nos conociéramos de toda la vida. Agarró mis valijas, las tiró atrás del jeep y de un salto se puso detrás del manubrio. Yo no podía hablar, nosé si por cansancio o por qué estaba abrumada por todo lo que me rodeaba. Mi cabeza daba vueltas por el coctel de olores fuertes que me embriagaban, las voces que me hablaban en idioma indescifrable, el calor que se me pegoteaba por todas partes. Sentía muchas nauseas. Él me miraba directo a los ojos sin pedir permiso y con un chasquido de dedos intentaba que volviera a esta dimensión. ‘ey que ganas acompañarte en ese viaje. ¿Adonde te fuiste?’ Me decía bromeando. El cenicero del auto explotaba de colillas de cigarrillos, del espejo retrovisor colgaba un colmillo de un tiburón ¿un trofeo? ¿un amuleto? ¿un simple souvenir? La tierra y el polvo que entraba por todos lados no me dejaba ver el camino, el rumbo era incierto.

El belga no paraba de hablar de sus travesías por el Mar. Ya hacía 6 meses que estaba haciendo un proyecto de investigación junto con la Fundación Cousteau para estudiar el deterioro de los corales por causas del calentamiento global. Me contaba con lujo de detalle cada descubrimiento, el peligro que significaba para la raza humana y el planeta la pérdida del ecosistema marino. Sus hazañas en días de tormenta al filo de la muerte. Comer lo que el mar le regalaba. Hablaba con firmeza, seguro de sus palabras. Yo lo miraba embelesada por su conocimiento y su coraje por adentrase a un mundo vulnerable y desconocido. Era un hombre con un propósito, una causa, una bandera.

Cuando llegamos al departamento, me ayudó con mis valijas y me dijo que si necesitaba algo él estaba en el piso de arriba. Esa noche no pude dormir. El rezo del Magreb de las 3 de la mañana me había desvelado. Estaba ansiosa. Quería subir y tocarle el timbre, pero me resistí.

A la mañana siguiente un fuerte golpe en la puerta me despertó. Ahí estaba él. Con un traje de neopren en una mano y un tanque de oxigeno en la otra. Estas lista para una aventura?, me dijo. No gracias. Tenía que trabajar y tenía una reunión importante por la tarde con el cónsul que no podía cancelar. ‘Segura? Una parte de mi quería ir con él… su presencia era como un campo magnético de atracción. Pero yo estaba ahí con una obligación y un deber que debía cumplir. Tenía que hacer el esfuerzo por no dejarme tentar por ningún tipo de distracción. Me había prometido cumplir con un objetivo que era muy claro. Cualquier desvío o bifurcación significaría una gran disolución para mi. A mi vuelta de la reunión él estaba en la puerta esperándome: ‘Vamos a comer’. Fue mas una orden que una invitación. Yo estaba tan hambrienta que no tuve fuerzas de decirle que no. Me llevó a su lugar favorito. Una casa de familia que quedaba arriba de un monte donde se podía ver toda la ciudad. Al terminar de comer fuimos hasta bien arriba del monte y, sin dudarlo como si fuera parte de su ritual nocturno, se desvistió y bajo corriendo desnudo por la colina. Su piel blanca era muy fácil de rastrear entre el manto negro de la noche.

Ahí arriba estaba yo… mirándolo, sola, quieta, callada, indefensa.

Sus apariciones inesperadas ya se habían vuelto un hábito. Cada día que pasaba no veía la hora de que me sorprendiera con alguna locura. Pero esa mañana no apareció, ni por la tarde, ni a la noche. Su departamento estaba a oscuras. Pasaron los días, y yo ya me había sumergido en mi trabajo. Pero él estaba en mi cabeza, en cada esquina que giraba, en cada risa que escuchaba de fondo. Me pinchaba. Sin él ese sitio ya me aburría. Era monótono. Tirada en la cama mientras miraba el ventilador girar una y otra vez… surgía en mi un deseo desgarrador de despertarme de esta levedad. Ya estaba cansada de estar cansada. De calcular cada paso. De tenerlo miedo a mi propia sombra. De escaparle a mis fantasías.

De mi surgieron unos deseos desesperados por convertirme en una mujer arriesgada, aguda, filosa, astuta. Con vértices pinchosos, sin círculos amables, desordenada y desprolija, que no pide permiso, que disfruta incomodar.

Subí al monte, me desvestí y mirando mientras la ciudad se iba iluminando bajé corriendo la colina desnuda, con una sonrisa en el alma y un eterno agradecimiento a aquel loco lindo que supo sacarme de la inercia y ponerme en movimiento.