Yo había logrado contar y recordar los 177 pasos de cada cuadra que tenía que dar para llegar a lo de Nona. Al principio me costaba acordarme si primero doblaba a la derecha y recién a las 3 cuadras doblaba a la izquierda, o era en la anterior, en la de la panadería de don Esteban. Aquella panadería que hacía las mejores pastafrolas de la cuadra, según decía mi amiga de danzas. Me gustaba ir a lo de Eugenia cada tanto, tomábamos la merienda después de jugar a la rayuela en la vereda o a las escondidas en la Galería de Torrecentro. En la merienda siempre había pastafrola de dulce de batata, además del pan de campo hecho al horno de barro. Y yo elegía la pastafrola, porque Nona en su casa nos hacía pastafrolas y otras delicatessen para las meriendas; entonces yo quería confirmar si verdaderamente la pastafrola de don Esteban era la mejor, o la mejor era la de la Nona. Eugenia insistía con la primera. Con su voz en tono bajo, sus dos trenzas largas y desiguales, ¡tan pálida y flacuha…! Sentadas en la mesa de la cocina, a veces también venía Fede un rato. Llegaba, le tiraba de las trenzas y apoyaba una mano llena de restos de brea en el hule anaranjado con aureolas descoloridas por el tiempo; y con la otra agarraba un pedazo de pan, ¡¡lo untaba con manteca y tampoco probaba la pastafrola !! Las cortinas de lo de Euge habían perdido color. Y la luz que entraba en la cocina se apagaba al traspasar los vidrios, entre sucios y gastados. Por eso, me encantaba volver a lo de Nona. Su cocina en cambio siempre olía rico. Aunque algo oscura también , solo colgaba una lámpara al medio, donde nos sentábamos en banquetas con otra banqueta al medio, como haciendo de mesa. Ahí tomábamos mate o café con leche, según a qué hora era la ronda o si teníamos visitas. Los azulejos amarillos se habían vuelto un tanto grises justo detrás de la chimenea de la salamandra y yo podía pasarme horas mirándolos y buscándoles distintas figuras y contornos, mientras conversábamos, reíamos o Sirilo tocaba la guitarra y mis primos cantaban. De la panadería de don Esteban, si doblaba a la izquierda, ya seguro me faltaba 1 cuadra y media. Esa cuadra de las mandarinas. En invierno juntábamos canastas y canastas y poníamos un mercadito para venderle a los vecinos. El que siempre preguntaba precio cuando pasaba -y si justo estaba de visita en el pueblo- era el hermano mayor de doña Catalina. Nunca nos compraba. Iba vestido de pantalón y saco cada vez que la visitaba, pantalón azul y cambiaba el color del saco. Cerrado hasta arriba, fuese invierno o verano, así que nunca supe si usaba camisa o nada debajo. Su cabello desprolijo, enredado, con tonos brillosos que me daban una impresión de disgusto. Igual nunca me pasaba esto de tener que volver sola a lo de Nona contando las cuadras y los pasos. Sería por eso que no terminaba de aprenderme el camino. ¡Por suerte siempre iban a buscarme a la salida! En general iba mi padre, otras veces mi hermana, llegaba de mal humor y me llevaba a los tirones, agarrándome de la muñeca, ¡tan fuerte que me dejaba las marcas de 2 uñas largas en las mismas! Un día la señorita Emilce, se mudó a la casa de enfrente y yo resolví mi problema, sabiendo que, en todo caso, solo tenía que ir caminando tras ella o pedirle que me llevara porque se habían olvidado de irme a buscar.
El camino de regreso
El plan B (detrás de la pastafrola) - 15.04.2025
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