Mi padre en el medio

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El vaso de agua continuaba en la misma posición que el día anterior y su contenido se había reducido visiblemente. Me dijeron que eso se hacía para que el difunto, si le llega a dar sed, pudiera beberla y su alma estuviese tranquila. Hay quienes, pasados los días del velorio, consideran al agua restante una bebida medicinal que le ofrecen a quienes tengan problemas de asma, de los nervios o del corazón. No sé si debería guardarla entonces para que la beba mi madre que no para de llorar, si no por su corazón roto, es porque tantas lágrimas la van a dejar deshidratada.

El llanto tiene la cualidad de ser ruidoso, pero al mismo tiempo aplaca todos los ruidos alrededor, creando un silencio tenebroso y ensordecedor. Me hace preguntarme por qué llora quien llora, para saber si yo debería estar llorando también y aun sabiendo la respuesta, no lloro porque entienda lo que está pasando, lloro porque parece que es lo que se hace en una situación así, lloro porque la veo llorar, como el cachorro que repite los gestos que ve en su madre. Sin embargo, mis lágrimas duran poco y se secan rápido.

La mayor parte de las personas que han venido rodean a mi madre, mujeres como ella, que le recuerdan las cosas obvias de la vida, que la muerte es así, sorpresiva, inevitable, segura; que ahora tiene que mirar hacia adelante y velar por mí, por mi futuro. El resto de las personas se dividen entre quienes aprovechan para saludar parientes que no habrían visto de otra manera o para darle un último vistazo, un último saludo a quien ya no puede escucharlos.

Por fin, al otro lado de la habitación, en medio de un par de sillas desocupadas la vi a ella. Vestía de negro como casi todos, pero resaltaba precisamente por su vestido, ornamental y hasta barroco, esponjoso y abombado como una María de Médici o alguna mujer de la realeza que se hubiese equivocado de sala de velación. Aunque no había ningún gesto nervioso en su pose como cuando se intuye que se está en el lugar equivocado pero se espera lo suficiente hasta reunir la información concreta que nos corrobore tal presunción, ella parecía más bien cómoda, incluso demasiado. No podía ver su rostro con claridad, una mantilla de encaje cual velo descendía sobre él dificultando cualquier intento de dar con su identidad, pero pude deducir por el brillo del reflejo que usaba unas gafas oscuras.

¿Adónde se fueron todas las personas? El lugar se había vaciado por completo. Habían llevado a mi madre a tomar algo de aire fresco mientras que otros aprovecharon la oportunidad de tomarse un tinto caliente o unos guaros a nombre del que ya no podía hacerlo, y yo no supe en qué momento. Ahora en la habitación solo quedábamos ella y yo y en el centro, nos separaba mi padre acostado en su ataúd.

Desde el otro lado de la sala escucho decir:

–¿No quieres echarle un último vistazo?¿Quizás una despedida? Es lo que todos hacen– y mueve su dedo índice como dándole la vuelta al mundo.

No le respondo, no por mala educación, solo que no sé qué responder. Me levanto y me acerco a la caja de madera que lo contiene, adentro hay una persona que solía estar viva, moverse y hablarme, ahora sus palabras no salen de sus labios sino de mi memoria. Levanto la mirada y ella está al frente mío, como si le hubiese tomado solo dos pasos desplazarse. Pero no me asusto, no hay nada en ella que parezca amenazador.

–Si quieres preguntarle ahora algo, yo te diré su respuesta. Hoy estoy de ánimos.¬– Me dice mientras se levanta el velo con delicada sofisticación.

Siempre me habían dicho que ella usaba un gran manto negro, una capa que la protegía del tiempo y del espacio, que de ella podían verse emerger brazos huesudos que llevaban a manos huesudas, aunque mejor sería decir que era toda huesos pues del oscuro espacio dónde debería estar su rostro solo podía ver una eterna sonrisa. No de burla, no de gracia, no una sonrisa por educación, era la sonrisa de quien no tiene la piel de los labios ni los músculos del cuerpo para ocultar lo dientes.

Se quita las gafas y me pregunta: ¿Y entonces?

No se me ocurre nada.

Ella tiende su mano tiernamente sobre la cabeza de mi padre peinándole el cabello, el guante que lo cubre parece quedarle grande, o que debajo de él no hay carne suficiente que lo rellene.

–Él te manda decir algo, pero no sé si quieras escucharlo– Me dice sin titubear.

–Dímelo ahora o no me lo digas nunca – le digo como si de repente me corriera una fuente de valor de algún lugar desconocido, que pronto se me apaga y siento que se me recoge el corazón.

–La muerte no es el final – dice al fin.

Pasa un segundo, dos segundos… – ¿Eso es todo?–

Tres segundos… Cuatro segundos… –Sí ¿Qué esperabas acaso?– Y no distingo gestos en su rostro por obvias razones.

No sé. Algo más o algo diferente.

Entonces la veo caminar hacia la puerta, retirándose con gracia, con garbo, como si desfilara sobre una pasarela. Siento al verla irse que este no es el momento para sacar conclusiones sobre la vida.